Las
gradas del Palacio Municipal de Congresos estaban completamente
ocupadas, apenas se podía encontrar algún hueco debido posiblemente
a indisposiciones de última hora. El público, mayoritariamente
masculino y de una media de edad que rondaría la cincuentena, era,
sin duda alguna, buen conocedor, ferviente seguidor y rendido admirador de la mítica
banda nacida en Londres en el ya lejano 1969. Desde entonces, aún
sin un gran eco mediático, los incondicionales se dan cita en los
conciertos de cada reencarnación del Rey, como si fuese una
celebración mística.
Porque
King Crimson es una religión sonora, una creencia ciega en una
propuesta estética, un continua renovación experimental, una
ambición humana, un propósito. Su rostro y alma, un inglés menudo
y circunspecto llamado Robert Fripp, único miembro fundador que es
una constante en todas las formaciones. Y su divisa, la intensidad
sonora, el clímax instrumental, sobre bases en perpetuo cambio. Si
logras conectar con su propuesta musical única e irrepetible, por
encima de estilos o etiquetas, te conviertes en un adicto irracional;
en caso contrario, mejor desistir, o a lo sumo divertirse con alguno
de sus temas más conocidos y banalizados. No hay término medio:
mucha gente ni los conoce, para quien suscribe son la mejor banda de
música popular de todos los tiempos. Su ingente legado, todavía en
activo, ilumina el mundo del Rock, por encuadrarles en algún género.
La
séptima ¿o era la octava? formación de King Crimson llegaba a
Madrid en medio de su gira europea 2016. Fripp decidió en esta nueva
reencarnación dimensionar al grupo con tres percusionistas, tres
paquetes de percusión que iban más allá de unas simples baterías;
además los sitúa al frente de la banda, en primer plano, quedando
las cuerdas y metales en segundo plano: dos guitarras, una con su
parafernalia de teclados (él mismo y Jakko Jakszyk), un bajista
(Tony Levin) y un soplador de flautas y saxos (Mel Collins). Todo un
desafío para los tres percusionistas (Pat Mastelotto, Gavin Harrison
y Jeremy Stacey), quienes además de proporcionar la sustanciosa base rítmica tejieron entre ellos una fina tela de fantasía.
Se
cumplían de nuevo dos máximas de la banda: la enorme calidad
instrumental de los músicos que la componen (ésto no es negociable
para Fripp) y la predominancia de las percusiones, con sus
variadísimos timbres, en el sonido del grupo.
Una
de las novedades de esta nueva formación de King Crimson es la
reinterpretación (palabras de Fripp) de los clásicos de la banda.
Por el comentado concierto desfilaron temas nuevos como «Meltdown» o
«The Hell Hounds of Krim» pero también clásicos de su primera época
como «Epitaph» o «In The Court of the Crimson King». No es ni
puede ser novedoso pero es bien cierto que en cada nuevo paso se
acrecienta esa sensación de poderío sónico, de intensidad brutal,
que se asienta en una precisión milimétrica de todos los solistas,
en especial en los duelos de los percusionistas, en la capa aérea
de los vientos, y en el rugido de las guitarras eléctricas.
Conocía
el sonido de la nueva banda y el repertorio que nos iban a presentar,
por el reciente doble álbum «Live in Toronto» (2015) pero la propuesta
madrileña lo superó en calidad y ambición, sin desmayos ni
concesiones. Desde el inicial «Lark's Tongues in Aspic part I»
hasta el sensacional «Starless» final, cuando todo el grupo fue
inundado por una inquietante luz carmesí; pasando por una salvaje
lectura de «Red», y cerrando con un brutal «21st Century Schizoid
Man» como bis de despedida, en medio de la apoteosis de los incondicionales. Por el camino de un concierto de casi dos horas y media, también interpretaron temas de «Islands» (1971), una de sus cumbres discográficas.
Un
concierto imposible de olvidar…
Intensidad
instrumental. Ambición humana ¿o no?
(vídeo
DGM Live - King Crimson)
2 comentarios:
bien jugado!
... y ganado!
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