La
cuarta ópera de Leos
Janácek tiene su génesis
en el terrible dolor por la muerte de su hija Olga, y en la decepción
que le supuso el rechazo de Jenufa por parte de la Ópera de Praga.
Retirado al balneario de Luhacovice, conoce allí a Kamilla
Urválková, quien le persuade y le proporciona la inspiración para
su próxima ópera: Osud
(El Destino).
Fue
compuesta entre 1903 y 1907 basándose en una trama iniciada por el
propio compositor y entregada a Fedora Bartosová, joven amiga de su
hija Olga, para completar el libreto. Texto que resultaría un tanto
fragmentario, culpable en buena medida del rechazo de varios teatros
checos a estrenar la partitura. No sería hasta treinta años después
de la muerte del compositor cuando la obra subiese a un escenario.
Como
ocurre en sus mejores óperas, también aquí la mujer cobra un papel
fundamental y protagónico, pero en esta ocasión sin un gran brillo
escénico o musical, sino como hilo e hito en el desarrollo
dramático. Sobre la protagonista, Mila, giran letra y música.
Musicalmente,
Osud es una de las partituras de Janacek más intensas e
incendiarias, manteniendo siempre una base folclórica muy atractiva
y dulce. Aún con sus momentos de puro éxtasis relajado, Janacek
escribió aquí algunos de sus pasajes más pasionales y desgarrados.
Tres
actos estructuran la historia. Tres actos separados por los años y
las circunstancias. El primero relata el reencuentro de los amantes.
En el segundo, ya casados, nos pormenoriza la muerte de Mila. El
tercero, once años después, nos sacude con el doloroso recuerdo de
la vida conyugal de Zivný, el protagonista masculino, y su posterior
colapso.
Escuchemos
la brillante interpretación, con libreto en inglés, que nos ha
dejado el gran especialista en Janácek, el director sir Charles
Mackerras; concretamente la sinfonía inicial a modo de preludio
-música esencialmente janacekiana- y el final de Acto II, uno
de los momentos culminantes de la ópera.
Uno
de los ingenios domésticos de los que me siento más orgulloso es mi
equipo de reproducción musical. Mejorado pacientemente a lo largo de
muchos años en base al paladar personal, enormemente subjetivo, en
la recepción psicosensorial de las ondas sonoras en las que se
fundamenta la Música. Siendo muy alto el grado de
satisfacción en la escucha particular, cada vez que comparezco en
una actuación en directo, con buen intérprete y en adecuada sala,
la superioridad acústica es mucho más que evidente. En otras
palabras: no hay color.
Pensaba
esto mismo, por enésima vez, el pasado jueves 7 de Abril, al percibir la tridimensionalidad de las cuerdas mientras
el Cuarteto Carducci
comenzaba a caldear instrumentos y audiencia, en el coqueto Teatro
Principal de mi ciudad, con un Mozart
galante, refinado, goloso y glorioso: su Cuarteto
de cuerda KV 458 “La Caza”.
A
continuación el Cuarteto anglo-irlandés atacó el Cuarteto
de cuerda nº 11 opus 122
de Shostakovich,
posiblemente el responsable de la mejor colección de cuartetos de
cuerda del siglo XX. Una obra ecléctica, que explora, curiosa, la sonoridad de
las cuerdas que edifican un Cuarteto, la esencia misma de la
música. Una variada conversación a cuatro.
Tras
el descanso ya no hubo tregua; era el turno de Beethoven.
Entraron sin desmayo con su Cuarteto
de cuerda opus 59 n.2,
el segundo de los Razumovsky. Aún sin llegar a esa cota sublime de
sus últimas partituras, como los opus 131, 132 o 135, este cuarteto,
perteneciente a su etapa media, es una obra portentosa en sus cuatro
movimientos. Una partitura de amplio aliento, compleja y
desarrollada, y muy avanzada para su época. Escuchemos, a falta del
Carducci, la interpretación que de su precioso segundo movimiento, Molto Adagio, hace el Cuarteto Alban Berg:
(vídeo
postfateresurgo)
El
Cuarteto Carducci asombra por la vitalidad que imprimen a sus
lecturas. Vitalidad e intensidad que contribuyen a un dramatismo a
flor de piel que se transmite sin dificultad al asombrado y cómplice
público. Vitalidad que nace de un rigor técnico y una absoluta
precisión, en el juego de cada instrumento, y en el empaste entre
los distintos atriles para conformar una unidad interpretativa.
Vitalidad que se nutre de una claridad expositiva descomunal.
Vitalidad que es pura espontaneidad. Vitalidad que golpea la piel con
espasmos del arco, de los arcos.
La
relación de Frank Zappa
con la guitarra fue, es, hondamente pasional; en ocasiones
instintivamente animal, inevitable y necesaria. Un concubinato en el
que subyacía siempre una fuerte pulsión sexual, que pronto devino
reproductiva; conviene no olvidar la finalidad del sexo. La
naturaleza es muy sabia. Frank procrea abundantes notas, con
mostacho, a través del mástil de la guitarra -símbolo fálico
donde los haya- en el seno acogedor y nutricio de un gran
amplificador a válvulas Marshall.
Y
ese impulso, esa voluntad, recorre todo el proceso guitarrístico: va
desde la obligación ética y estética de llenar de largos solos
improvisados sus fastuosos directos, hasta toda la tensión dramática
que aglomeraba en el desarrollo armónico y rítmico de los mismos,
pasando por el desaforado apetito hacia la experimentación y la
edición de los sonidos que extraía del combo. La guitarra le
permitía ejercer la composición en tiempo real, porque como bien
decía: “mi aproximación al instrumento es como compositor”.
Zappa
dejó escrito que nunca se consideró un virtuoso de la guitarra, más
bien un aventajado trabajador, un experimentador curioso, también un
enamorado, de un cierto estilo muy concreto. Un estilo que bebió en
viejos discos de los grandes del R&B como Johnny Guitar Watson,
Guitar Slim o Clarence Gatemouth Brown, y que luego fue volviendo
personal, ecléctico, como toda su música. Resulta muy ilustrativo
convenir que Frank Zappa es todo un género en sí mismo.
Ni
virtuoso en estilo, ni en técnica. Autodidacta desde muy joven, y
obviamente muy poco ortodoxo en el uso de la mano derecha, con la
púa, o el golpeo, o el pellizco, o el barrido... mucho más con la
izquierda, precisa y ágil. Más pendiente de buscar y encontrar ese
momento de arte, el instante en el cual la Belleza arrumba al
Tiempo. Con ese fin grabó todos y cada uno de sus conciertos, de los
cuales se dedicaba a cribar lo que realmente merecía la pena, y
llegó a editar varios álbumes de improvisaciones guitarreras (“Shut
up 'n
play yer
guitar”, “Guitar”, “Trance-Fusion”)
Extravagante
en todo, por su enorme querencia y capacidad de creación, la música
de su guitarra no admite comparación con sus iguales en la mitología
del guitarrista de Rock. Es esencialmente diferente. Su sonido es
generalmente sucio y saturado, siempre improvisado, al contrario que
el resto de su música, que iba escrita y pautada.
El
gusto por la polirritmia, casi insoportable para los miembros de su
banda. La capacidad para las armonías complejas, asfixiantes,
exóticas, difíciles para muchos de sus propios seguidores. La
generación de atmósferas de una fluidez líquida a través del uso
de sistemas modales, como el mixolidio, su preferido. El natural
sentido dramático del desarrollo, basado en una texturización de la
imagen sonora. La personal expresión de una melodía casi imposible
de encontrar -salvo en “Watermelon
in Easter Hay”-. Los
largos desarrollos, sin más límite que la inspiración del momento,
un tanto similar a las grandes parrafadas de Dylan. Todo crea el
Universo Zappa, en cuyo centro orbita su mejor y más prolífica
estrella: la Guitarra.
Guitarra,
o mejor guitarras, porque fueron varias, según los años y las
giras, casi siempre los modelos más clásicos: Fender Telecaster y
Stratocaster, Gibson SG y Gibson Les Paul, cada vez más
personalizadas, en pastillas, cuerdas, trastes, y todo un surtido de
efectos de sonido externos.
La
explosión generatriz llegó en el 69, con su legendario álbum “Hot
Rats”; uno de los
discos más inclasificables que conozco, y sin embargo referencial
para futuros desarrollos estilísticos en multitud de músicos. Una
obra seminal, que se dice, y volvemos a origen. En su interior
encontramos uno de sus solos más poderoso, un torbellino eléctrico:
“Willie the Pimp”
(vídeo
Keraban Rocha)
Al
otro lado del espejo -su lectura más cristalina, melódica y
estructurada- está “Watermelon
in Easter Hay”, en la
cual llega a insertar, en su habitual estilo, un solo
dentro del solo: el supersolo.
Sí, “Joe's Garage”
(1979) fue un gran
álbum.
(vídeo
Steven Spencer)
A
pesar de que en su última época le fue claramente infiel, con el
Synclavier, para muchos de nosotros, entusiastas de su Música, Zappa
fue y seguirá siendo un enorme bigote detrás de un mástil
enhiesto, como un capitán de navío oteando en busca de aguas
inexploradas.
Continuando con la
línea jazzística de la semana anterior, volvemos a origen con una
de las primeras obras centroeuropeas que muestra claras influencias e
inspiración en el primer Jazz americano.
Estamos
hablando del Concierto
para Piano nº 2 opus 43
de Erwin
Schulhoff
(1894-1942), terminado en 1923. Schulhoff fue un compositor judío
nacido en Praga, fallecido de tuberculosis en el campo de
concentración nazi de Wülzburg en 1942 por ser considerado un
“degenerado”; el estigma de la “Entartete
Musik”
que las autoridades fascistas impusieron a un amplio grupo de músicos
por sus veleidades artísticas, sus nuevos lenguajes vanguardistas o
su origen racial.
Schulhoff
fue un enamorado del Jazz que pudo escuchar primeramente en la
colección de discos del pintor George Grosz, para luego completar él
mismo una de las mejores discotecas privadas de jazz de Europa.
Siendo un compositor de formación clásica, el jazz significó para
él un medio para recorrer su propio camino hacia su personal estilo
artístico; una herramienta más en su escritura musical, de un alto
nivel de refinamiento, que le llevó a abandonar el expresionismo
atonal.
Su
Concierto opus 43 muestra claramente estas influencias, pero no solo.
En sus dos primeros movimientos podemos rastrear sonoridades del
Stravinski más rítmico o del Debussy más etéreo, en un conjunto
de sabor post-romántico. Es en el tercer movimiento, Allegro
alla jazz,
con su sincopado ritmo y fuerza expresiva, donde podemos admirar su
personal visión de la música afroamericana, con un sentido de
brillante marcha. Todo lo cual no le impide mestizar dicho movimiento
con un lamento para violín solo y piano de reconocible sabor gitano.¡Pura degeneración!
(vídeo Barbebleuei) Aleksandar Madzar, piano Deutsche Kammerphilharmonie Andreas Delfs